MUCHOS TEXTOS

INDICE:

  1. Cuento policial
  2. La mano
  3. El espejo chino
  4. El tiovivo
  5. El suicida
  6. El otro yo
  7. Te quiero a las diez de la mañana
  8. El niño al que se le murió el amigo
  9. El peral de la tía Miseria
  10. Viejo con árbol
  11. La noche de los feos
  12. El tipo que pasaba por ahí
  13. El gol olímpico
  14. La cultura del terror
  15. La hormiga y la cigarra


1-Cuento policial


Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
(AUTOR: MARCO DENEVI)



.............................................................................................................


2-LA MANO




            El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
           Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
          La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
       Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
     ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
      Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

Ramón Gómez de la Serna 


............................................................................................................

3-EL ESPEJO CHINO

Cuento anónimo

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
.....................................................................................................................................................

4-   EL TIOVIVO

Ana María Matute (España, 1926)

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
Los niños tontos (1956), Barcelona, Destino, 1978, págs. 53-54

.................................................................................................................

5-      EL SUICIDA

(cuento)
Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
............................................................................................................................................

6-        EL OTRO YO

Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)

(Cuento)
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
.....................................................................................................................................................
7-    “TE QUIERO A LAS DIEZ DE LA MAÑANA…”
Jaime Sabines (México, 1926-1999)
Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?
 ...........................................................................................................................

8-        EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO

(cuento)

Ana María Matute (España, 1926)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el qui­cio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hoja­lata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no vi­niese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
...............................................................................................................................................

9-       EL PERAL DE LA TÍA MISERIA

Cuento popular español

La tía Miseria era una pobre anciana que vivía de limosnas. Tenía un hijo, llamado Ambrosio, que andaba por el mundo, tam­bién pidiendo. Y poseía un perro mil razas, que la acompañaba en la pequeña choza en que habitaba. Junto a la misma tenía un peral, del que obtenía poco fruto, pues los chicos del pueblo le robaban las peras nada más madurar.
Un día llegó a la puerta de su casa un hombre pobre y, como helaba fuera, la tía Miseria lo acogió en la choza. Compartió con él lo poco que tenía para cenar y le fabricó un rudimentario jergón para que pudiera dormir. Al despertar, por la mañana, también le ofreció un humilde desayuno.
El pobre, agradecido, se dirigió entonces a Miseria diciéndole:
-En vista de tu noble corazón, voy a concederte un deseo pues, aun­que me veas vestido como un pobre, en realidad soy un ángel del cielo.
Aunque Miseria no quería nada, el santo insistió y, entonces, se acordó la anciana del peral:
-Éste es mi deseo -dijo-: que cuando alguien suba al peral, no pueda bajar sin mi permiso.
Al instante le fue concedido el deseo, y fue la idea tan definitiva que, al cabo de poco tiempo, tras algunos palos de bastón y no pocos jirones en sus ropas, no volvió a acercarse al peral un solo zagal.
Así pasaron largos años, hasta que un hombre alto y seco, con una guadaña, se acercó a la puerta de la choza y comenzó a llamar a la tía Miseria:
-Vamos, Miseria, que es hora.
Miseria, que reconoció rápidamente a la Muerte, no pareció estar muy de acuerdo:
–¡Hombre, ahora que empezaba a disfrutar algo de la vida! –le dijo–. ¿Por qué no me haces el favor de cogerme esas cuatro peras del árbol, mientras yo me preparo para el viaje.
La Muerte, ingenua, se dispuso a coger las peras y, como estaban en todo lo alto, no tuvo más remedio que subir al árbol. En ese momento escuchó la carcajada de Miseria que, asomada a la venta­na, le decía:
-¡Muerte fiera, ahí te quedarás hasta que yo quiera!
Y quiso Miseria que allí se quedara, hiciera calor o helara, durante muchos años. Tantos que en el mundo empezó a sen­tirse la falta de la Muerte. Nadie moría, ni en las guerras, ni por enfermedad, ni por vejez. Había ancianos de más de trescientos años, en estado tan penoso que ellos mis­mos buscaban poner fin a su vida.
Algunos se tiraban por los precipicios, otros al mar, otros se arrojaban a las vías del tren, pero ninguno lograba su propósito y los hospitales se llenaban, sin poder atenderlos a todos.
Así hasta que la Muerte vio pasar por allí cerca a un médico, antiguo conocido y amigo de ella:
–¡Eh, viejo amigo, acércate y observa mi estado! ¡Duélete de mi situación! ¡Avisa a las gentes del pueblo y venid a cortar este maldito árbol!
Al poco llegaron los vecinos, armados con sus mejores hachas, pero, aunque lo intentaron por todos los medios, no lograron hacer la mínima mella en el tronco del peral. Y todos los que quisieron bajar de allí a la Muerte, sólo con­siguieron quedarse colgados con ella. Entonces empezaron a rogar a la vieja Miseria que se apiadase de ellos, de los que tanto sufrían y que permitiera bajar del peral a la Muerte y a sus acompañantes. Tanto insistieron que al fin cedió la tía Miseria, aunque le puso una condición a la Muerte:
–Que no te acuerdes de mí ni de mi hijo Ambrosio hasta que te llame por tres veces.
Accedió la Muerte, y bajó, y comenzó a cumplir con todo el tra­bajo que tenía pendiente, lo que la tuvo ocupada durante muchas semanas. Todos los que debieran haber muerto, veían llegar su hora. Todos menos la anciana y su hijo, que por eso viven todavía la miseria y el hambre.

++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
                                                                                                              


10-       VIEJO CON ÁRBOL

(cuento)

Roberto Fontanarrosa


A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
-¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol. 

++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

11-         La noche de los feos

Mario Benedetti


1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN


12-  EL TIPO QUE PASABA POR AHÍ

   Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación, y ya nadie se acuerda de su existencia.
   Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.
   Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.
   Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.

"Crónicas del ángel gris" de Alejandro Dolina
..........................................................................................................................

EL GOL OLÍMPICO
   Cuando la selección uruguaya regresó de la Olimpiada de 24, los argentinos le ofrecieron un partido de festejo. El partido se jugó en Buenos Aires. Uruguay perdió por un gol.
   El puntero izquierdo Cesáreo Onzari fue el autor de ese gol de la victoria. Lanzó un tiro de esquina y la pelota se metió en el arco sin que nadie la tocara. Era la primera vez en la historia del fútbol que se hacía un gol así. Los uruguayos se quedaron mudos. Cuando consiguieron hablar, protestaron. Según ellos, el arquero Mazali había sido empujado mientras la pelota venía en el aire. El árbitro no les hizo caso. Y entonces mascullaron que Onzari no había tenido la intención de disparar a puerta, y que el gol había sido cosa del viento.
   Por homenaje o ironía, aquella rareza se llamó gol olímpico. Y todavía se llama así, las pocas veces que ocurre. Onzari pasó todo el resto de su vida jurando que no había sido casualidad. Y aunque han transcurrido muchos años, la desconfianza continúa; cada vez que un tiro de esquina sacude la red sin intermediarios, el público celebra el gol con una ovación, pero no se lo cree.
(Fuente: Eduardo Galeano, "El fútbol a sol y sombra". Ediciones del Chanchito,1995)

.........................................................................................................................

LA CULTURA DEL TERROR

    A Ramona Caraballo la regalaron no bien supo caminar.
    Allá por 1950, siendo una niña todavía, ella estaba de esclavita en una casa de Montevideo. Hacía todo, a cambio de nada.
    Un día llegó la abuela a visitarla. Ramona no la conocía, o no recordaba. La abuela llegó desde el campo, muy apurada porque tenía que volverse enseguida al pueblo. Entró, pegó tremenda paliza a su nieta y se fue.
    Ramona quedó llorando y sangrando.
    La abuela le había dicho, mientras alzaba el rebenque:
   _ No te pego por lo que hiciste. Te pego por lo que vas a hacer.



Fuente: "Mujeres" de Eduardo Galeano. Editorial Alianza Cien.)

..................................................................................................................................................................

LA HORMIGA Y LA CIGARRA
(Fábula)

Mientras trabajaba la hormiga en recoger hierbas y granos para comer durante el invierno, la cigarra cantaba alegremente y hasta solía burlarse del trabajo de la hormiga.
Llegado el invierno, la cigarra se encontró sin alimento y fue a la casa de la hormiga.
_ Vecina-le dijo- présteme algunos granos para pasar el invierno, porque no hallo qué comer.
_ Y ¿qué hiciste en el verano, cuando tanto abundaban los granos?
_Pasé el tiempo cantando.
_Pues, ahora baila, qué aquí sólo hay granos para los que trabajan y saben guardar.

Adaptado de La Fontaine

No hay comentarios:

Publicar un comentario